sábado, 9 de agosto de 2014

La última carrera de Derek Redmond

Derek y Jim Redmon (Cordon Press)Derek Anthony Redmond no ganó ninguna medalla en Barcelona 92, pero sin embargo nos dejó una historia inolvidable, una demostración de sacrificio, fuerza de voluntad, y de amor entre padre e hijo. Los Juegos Olímpicos de 1992 debían ser la culminación de su carrera. Era el favorito para el oro en los 400 metros lisos, y llegaba en su apogeo físico y mental, tras una vida atormentada por las lesiones.

Derek Redmond irrumpió con fuerza en el atletismo británico cuando con solo diecinueve años batió el récord nacional en 400 metros lisos. Transcurría entonces 1985 y los Juegos Olímpicos de Seúl, a tres años vista, constituían el objetivo principal del joven atleta. Su preparación para los mismos fue impecable: ganó el oro en la prueba de relevos 4×400 con su país por duplicado en 1986, tanto en el Campeonato Europeo de Atletismo como en los Juegos de la Commonwealth, y al año siguiente conseguiría la plata en la misma categoría, por detrás de los todopoderosos Estados Unidos. A nivel individual se quedó siempre a las puertas del medallero, pero era aún demasiado joven y su progresión era magnífica. Su momento estaba aún por llegar.

Pero no sería en Seúl...
Cuatro o cinco semanas antes de los Juegos Olímpicos de 1988, Derek empezó a padecer un fuerte dolor en el tendón de Aquiles. Dejó de entrenar antes de los Juegos, esperando a la desesperada que su cuerpo curara. Pero, solo minutos antes de los 400 lisos, mientras calentaba, el dolor volvió y abandonó antes siquiera de empezar la carrera. En los siguientes meses sería intervenido hasta cinco veces.

A través de este doloroso y desesperante proceso, Derek pudo contar con el inestimable apoyo de su padre, Jim Redmond, su mayor valedor, su mejor amigo y su sombra dondequiera que fuera. Estaría por supuesto a su lado en 1991, en los Mundiales de Tokyo, cuando en el culmen de su carrera llegó al ganar el oro en los 400 relevos, derrotando a los aparentemente invencibles Estados Unidos en una de las mejores carreras de relevo largo que se recuerden.

Y así llegamos a Barcelona, el 3 de agosto de 1992. Con un Redmond recuperado de su lesión tras una última intervención solo cuatro meses antes, en plena forma, con un trabajo descomunal a sus espaldas y con sed de metal. La semifinal era un trámite; un paso más hacia la final y tras eso una pista lisa hasta el metal colgante. Padre e hijo sabían por todo lo que habían pasado hasta llegar ahí. Sabían de lo que era capaz Derek. Sabían que iba a conseguirlo.
Disparo de salida.

Arrancan todos los corredores. Entre el público su padre está volcado sobre un asiento a mitad de grada, tenso como el acero. En cuanto a Derek… está volando. Arranca con una fuerza descomunal y pronto sus piernas patean el tartán a un ritmo espléndido, situándolo en una cómoda posición en la vanguardia. Lo dicho: un trámite. Es demasiado fuerte, ha sacrificado más que nadie para estar aquí, no hay forma de que la carrera se le escape.

Pero, a poco menos de doscientos metros para la meta, nota un chasquido en su pierna derecha, seguido de una explosión de dolor. Se echa la mano a la parte trasera de su muslo, respingando penosamente mientras todos los rivales lo adelantan.

En la grada, a Jim se le viene el mundo abajo. No puede creer lo que está sucediendo. No puede, pero sobre todo no quiere creer.

Derek se desploma en la pista sobre su rodilla izquierda, la mano derecha en el muslo y la cabeza gacha. Está hundido. Los ojos se le llenan de lágrimas, pero no por el dolor de la lesión. A su alrededor la carrera sigue, pero todas las miradas están puestas en él. Un equipo médico con una camilla corre hacia él para atenderlo. «No, no me voy a subir a esa camilla. Voy a terminar mi carrera». Y entonces se levanta. Con la cara distorsionada por el dolor, el llanto y la desesperación, empieza a avanzar penosamente, apenas apoyando su pierna derecha. Los sesenta y cinco mil asistentes captan la épica del momento, la brutal y despiadada metáfora de una vida que están presenciando en directo. Una sincera ovación empieza a gestarse.

Jim salta de su asiento y corre grada abajo, sorteando gente, chocando contra ella y al final logrando saltar a la pista. Las medidas de seguridad tratan de detenerlo, pero en ese momento nada ni nadie podría pararlo. Ha acompañado a su hijo durante toda su vida y en ese momento, el más doloroso de su vida, tiene que estar a su lado más que nunca.
Jim alcanza entonces a Derek. Preocupado por que su hijo se dañe todavía más, le pide que se detenga y ponga fin a ese sinsentido, pero Derek está resuelto: sabe que esta puede ser la última carrera de su vida y está resuelto a terminarla.

El padre agarra al hijo para, de nuevo, tornarse en su apoyo y avanzar junto a él hasta la meta. La realidad entonces cae con todo su peso sobre Derek, que por un momento deja de andar y abraza a su padre, su cara desgarrada por el dolor y la angustia. Pero se ponen de nuevo en camino. Para entonces, el público está en pie y la ovación es un estruendo, empujando con su fuerza a un cada vez más renqueante Derek Redmond. Tras un calvario, ambos cruzan juntos la meta. Entonces la fachada del padre se derrumba y se echa a llorar a su vez. Padre e hijo se abrazan, desconsolados.
Tras la carrera su padre declara a la prensa: «Soy el padre más orgulloso del mundo. Estoy más orgulloso de él de lo que lo estaría si hubiera ganado el oro. Hace falta tener muchas agallas para hacer lo que ha hecho».

Esa sería la última carrera de Derek Redmond. Un cirujano enunció el dictamen fatal: no podría volver a representar a su país como deportista. Pero no se rindió; aún menos lo haría su padre, que animó a su hijo a competir en otros deportes en cuanto el atletismo demostró ser inviable. Empezó a jugar al baloncesto, y… bueno, se podría decir que no le fue mal: llegó a jugar a nivel profesional y fue internacional con Gran Bretaña. Mandó una foto firmada del equipo al doctor que dijo que nunca podría representar a su país de nuevo.

Por si esto supusiera poco reto para alguien cuya carrera deportiva parecía sentenciada, decidió entonces dedicar su esfuerzo al rugby, con la intención de formar parte de la selección británica para así lograr representar a su país en tres deportes distintos. Sin embargo, en última instancia se quedó fuera de la convocatoria.

En la actualidad Derek cuenta ya con cuarenta y ocho años y se dedicar a dar charlas motivacionales, contagiando con su fuerza y emocionando con su historia a todo tipo de audiencias, desde trabajadores hasta estudiantes. Por supuesto su espíritu competitivo no ha decaído, y es paralelamente copropietario del equipo Splitlath Redmond de motociclismo, compitiendo en Manx TT, en el Gran Premio de Macao y en el Campeonato Mundial de Motociclismo de Resistencia.
Puede que nunca gane un título importante con su equipo. Desde luego, nunca cosechó un gran número de medallas, como sí lo hicieron Carl Lewis o Paavo Nurmi, y en aquella carrera en Barcelona 92 terminaría siendo descalificado por recibir la ayuda de su padre. Pero su historia evoca los ideales olímpicos tanto o más que las de los más laureados del deporte. Su carrera en el atletismo no fue como él la había planeado, pero sin embargo fue una de las más bellas.


El dolor es temporal, pero la gloria dura para siempre (Derek Redmond).


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